Es
muy triste ver la realidad que se refleja fuera de nuestra casa, en las calles,
en la ciudad. Todos los días observo rostros inocentes que viven bajo esa
sombra de la pobreza y de la explotación, todos los días pequeñas criaturas
estiran la mano para pedirnos ayuda,
colaboración y para que hagamos posible que puedan comer ese día. Es difícil de
explicar la amargura y el mal sabor que me causa tener que contemplar estos
cuadros, saber que en nuestro país abunda la explotación de menores. Simplemente,
son niños víctimas del abuso de sus padres, que a diario y en condiciones
peligrosas, cambian los juguetes por llevar consigo una bolsita de caramelos que
deben vender por completo, y así ayudar a su familia que se encuentra en total miseria.
Me
lamenta tanto escuchar esas voces que piden colaboración, que sólo necesitan un
sol, percibir esa sensación de ternura e indignación a la vez. En mi mente y en
la de muchos, está la esperanza de algún día poder revertir esta situación, de
acabar con el trabajo infantil, que dejen de ser los niños los vendedores ambulantes
e incorporar a los padres al trabajo decente.
Yo
también fui niña, tengo ahora a dos hermanas menores que también lo son y se me
escarapela el cuerpo de tan sólo pensar que nosotras hubiésemos podido
atravesar en algún momento tal situación, pero gracias a Dios tenemos la dicha
de haber nacido en una familia muy bien constituida y que siempre se esforzó por darnos lo mejor.
Estos
pequeños, deberían reemplazar las pistas y las avenidas por las escuelas y cambiar
sus herramientas de trabajo, como las golosinas o los lustra zapatos, por los
cuadernos y los lapiceros; recibiendo así la educación que se merecen. Todo
esto, se lo deberían brindar sus padres.
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